Todo es importante en esta vida, se tenga diversidad funcional o no, es importante saber gestionar las emociones y los estados de ánimo. Porque, al fin y al cabo, es la esencia de sentirse vivo.
Tan bueno es reír como llorar, pues ambas acciones pueden evocar tristeza o alegría, dependiendo obviamente de lo que ocasione estas emociones. De igual manera, es tan beneficioso relacionarse como la soledad.
Soledad, palabra fría y tangible que con frecuencia envuelve el espacio de las personas con discapacidad. Unas veces condicionada por nuestra personalidad y en otras ocasiones promovida por limitaciones físicas, psíquicas o sociales. En tales casos, la soledad se puede percibir como estado impuesto debido a barreras físicas o de exclusión que impiden nuestra socialización.
Pero, como en todo en la vida, se debe buscar la parte positiva, o más bien productiva de las cosas y la soledad no permanece ajena a esta regla. Todo lo contrario, se puede convertir en una herramienta potencial de nuestro bienestar.
Sí, puede sonar un tanto extraña la afirmación anterior. Sin embargo, puedo confirmar que lo digo con conocimiento de causa, sabiendo que en algunos casos la soledad se convierte en una fiel amiga, compañera férrea de momentos de desolación ante una realidad incomprendida por nosotros mismos, soledad reflexiva que nos conduce rápidamente a una lamentación continua de nuestro estado o situación. Sin percatarnos de su verdadera utilidad, un entorno silencioso y reposado donde esa misma reflexión nos empuje hacia un conocimiento interior y a la vez a hallar soluciones o alternativas ante lo que nos conduce a esa soledad indeseada.
Utilizando la soledad como aliada, sabremos gestionar aquello que nos inquieta. Porque la lamentación, la culpa o la compasión tan sólo agudizaran la frustración de una soledad triste e incómoda que nos abate impidiéndonos encontrar un equilibrio entre lo que queremos y lo que podemos.
¿Quién no ha querido estar solo después de que le negaran hacer algo o ante alguna imposibilidad? Nuestra acción innata es recluirnos en nosotros mismos exteriorizando la pena, la rabia o tristeza del episodio que acabamos de vivir. Si este desahogo se repite con frecuencia en la penumbra de nuestra soledad, ésta se percibe de modo negativo o como una incubadora de momentos bajos lo cual dificulta darle una utilidad motivadora.
Nada más lejos de la realidad, debemos habituarnos a darle la vuelta a la tortilla porque si hago nos puede impedir la discapacidad (dependiendo del grado) es de la acción de huir o airearse. Me explico: siguiendo con el ejemplo del enfado, una persona que riñe en su casa, en un momento dado, se va a dar una vuelta para evitar más tensión. Nosotros, las personas con dependencia, con frecuencia no podemos evadirnos de esa manera. Tan sólo podemos acudir a la soledad de una habitación.
Por ese motivo, debemos concebir a la soledad como aliada, como cobijo pasajero que nos sirva para reflexionar, relajarnos y buscar una posible solución o alternativa a lo acontecido que facilite un bienestar mutuo entre las partes implicadas. Pero sin percibir a ésta soledad como amiga fiel de parte de nuestros días o el mayor tiempo del día. Huyendo obviamente de la soledad perpetua y utilizándola como recurso beneficioso ocasionalmente. La soledad debe ser nuestra aliada pero no tiene que convertirse en nuestra amiga fiel o el cobijo de nuestras limitaciones sino más bien una luz de búsqueda de alternativas.