El bagaje diario desde mis primeros segundos de vida con la lesión cerebral y el posterior camino académico, ligado siempre a esta diferencia funcional, me han llevado a crear un esquema comportamental del microsistema de una persona con parálisis cerebral.
Un patrón protector que persigue la mejora de calidad de vida del niño, joven y adulto con diversidad funcional.
Al margen de las etapas psicoemocionales por las que pasan los familiares cuando venimos al mundo con una lesión cerebral, la adaptación acaba siendo una búsqueda incansable de soluciones con un principal objetivo: que el niño llegue a andar.
Objetivo deseado y primordial, en ojos del entorno del pequeño, para mejorar su calidad de vida. Pero si reflexionamos ante esta acción constante, podemos hipotetizar en que quizás la etapa de asimilación no se completa al cien por cien, sino que persiste ese ápice de esperanza en que la lesión cerebral desaparezca.
Ese deseo porque ande, puede ser tan intenso que, en ocasiones, deja de lado pequeños momentos como el juego infantil o el descubrimiento del mundo desde la mirada del niño. Un descubrimiento del mundo un tanto diferente según las características motoras de cada niño pero, al fin y al cabo, herramienta fundamental para su verdadero desarrollo. Hecho que, la excesiva aplicación de terapias lo puede invadir.
Por supuesto, no podemos negar la evidencia ante el deseo de ser motoramente "normales", tanto los que tenemos una lesión cerebral como nuestros familiares. Pero también la evidencia empírica nos muestra que, aunque los avances médicos avanzan favorablemente, aún no existe un método que regenere la zona cerebral dañada, o dicho de otra forma, los avances no llegan a generar las conexiones cerebrales perdidas mayoritariamente por una falta de oxígeno.
Si bien es verdad, que la estimulación precoz puede mejorar la movilidad de un niño con parálisis cerebral e incluso, en algunos casos, llegan a caminar; mi experiencia vivencial me ha hecho ver que en la mayoría de estos casos se convierte en una mejora periódica. Es decir, llegan a caminar durante la niñez y la juventud pero a partir de la edad adulta, el milagro logrado vuelve al declive progresivamente, volviendo a dejar a la persona en silla de ruedas.
¿Y cuál es la segunda etapa de este patrón de sobreprotección? Después de buscar por activa y por pasiva la solución al daño cerebral, comienza la etapa escolar, donde los padres o cuidadores adoptan dos opciones: si la sobreprotección se acentúa, llevan al niño a un colegio especial donde todas sus necesidades serán atendidas priorizando el tratamiento físico al académico. En cambio, si los padres han pasado la etapa de asimilación de forma más completa, intentarán que su hijo consiga la inclusión escolar.
Este último caso, puede conllevar resultados favorables o negativos según las características psicómotoras de cada niño con parálisis cerebral, o discapacidades afines. Todos estaremos de acuerdo que la inclusión escolar también puede convertirse en un tratamiento de estimulación para el niño con diversidad funcional, dado que la interacción con sus iguales y la empatía que conlleva esto, comporta una mejora de calidad de vida. No obstante, si el niño tiene una pluridiscapacidad, ese intento de inclusión puede volverse perjudicial para su salud dado que no reciben los cuidados pertinentes y a la vez, puede llegar a sentirse marginado. Por eso el papel familiar es fundamental para una decisión adecuada donde también es importante intentar saber como se siente mejor el niño.
Pero la sobreprotección no acaba en la etapa escolar, sigue vigente en la edad adulta sobre todo si la persona necesita ayuda para las actividades básicas de la vida diaria. Ahí es donde comienza la tercera fase del esquema mencionado al inicio. Una sobreprotección que prevalece en busca de una ocupación para la persona con diversidad funcional. En la mayoría de casos, siguiendo el esquema escolar, la familia prefiere que la persona con daños cerebrales permanezca en un centro ocupacional, donde seguirá recibiendo lo que se le llama tratamiento de mantenimiento. En esa etapa, los profesionales de ese ámbito ya no buscan una mejora física y desvanece el deseo por andar, pasan a centrarse en el mantenimiento de las habilidades adquiridas.
Pero como digo, en esta etapa, también hay una cara y una cruz. Por lo que por otro lado, hay familias que siguen en la lucha por la inclusión, en este caso laboral. Paradójicamente, en estos casos toma mayor relevancia el papel de la propia persona con diversidad funcional, que pese a la sobreprotección, intenta crear su propia identidad en busca de un futuro ordinario.
Finalmente, la cuarta etapa que percibo en nuestro colectivo se une con la anterior, dado que se refiere a la preocupación del futuro de las personas con diversidad funcional cuando la familia falte o ya no pueda atenderle. Un futuro que, en ocasiones, se anticipa por la situación familiar llevando a las personas a cargo a una residencia asistencial.
Pero de nuevo, se repite la elección de los casos anteriores y siguiendo la misma línea, las situaciones inclusivas pueden llevar a tener como destino un piso asistido. Aunque cabe advertir, que con el nuevo modelo de asistencia, se genera la posibilidad de crear un futuro ordinario gracias a la figura del asistente personal.
En este último caso, la trayectoria inclusiva llega a la culminación de la vida en pareja o al menos de un futuro habitual independientemente de nuestras limitaciones físicas.
Como vemos en estas cuatro etapas, el papel de la familia adopta una postura relevante en la mayoría de ocasiones, haciendo hincapié en la sobreprotección que he visto y he vivido durante toda mi trayectoria.
Estas líneas tan sólo pretenden reflejar una línea recta en nuestro camino que se ve dividida en paralelo según las decisiones familiares. No pretendo realizar una crítica de ninguna de ellas, sino más bien dar a conocer la realidad, a veces oculta, de nuestra diversidad funcional y que cada uno de los lectores hagan su propias reflexiones.